Había fallado.
Pero no porque
quisiera, simplemente estaba cansado. Horas y
horas cada día anotando facturas, albaranes, conferencias con gente
extraña y antipática y correos electrónicos que no decían
absolutamente nada. Nada que no solucionara una simple llamada
telefónica, y no hacerlo trabajar a él sin necesidad.
Conocía
de oídas otros ordenadores que dibujaban, escribían historias
fantásticas y guardaban recuerdos de momentos felices. Él no. Por
eso iba cada vez más lento, más perezoso.
¿Por
qué no puedo ser uno de ellos?, se repetía diariamente.
No
obstante, no se preocupaba sólo por él. El humano que trabajaba con
él sufría de lo mismo: estaba muy cansado, y nada le apetecía más
que sentarse en un banco del parque a ver cómo caían las hojas. El
ordenador lo sabía porque podía ver los pensamientos del humano a
través de la pantalla.
Ese día
decidió tardar cinco segundos más en encender el ventilador y puede
que no funcionara… el numero 4. Sí. Eso haría.
Muy
despacio, el humano soñoliento encendió el ordenador. Era
desesperante, más perezoso que él mismo al levantarse de la cama
por las mañanas. Con un sonido que parecía un bostezo, al fin
arrancó. Ninguno de los dos tenía demasiadas ganas de escribir
números y más números y escribir al jefe de departamento que…
Ahora
no funcionan ni el 4 ni el 9.
Este relato participa en la convocatoria de Septiembre de Divagacionistas.
Comentarios
Publicar un comentario