Londres,algún día de Julio de 1666.
El aire caliente procedente del Támesis, mezclado a los
residuos naturales de la vecindad del centro de la ciudad, los excrementos de
los caballos y de los pájaros y un Sol plomizo no era lo que Ryan esperaba para
su ingreso en el hospital psiquiátrico de Saint Bethlehem. Tampoco es que
esperase ovaciones ni vítores, ya que iba a entrar a un manicomio. Demasiado
mayor para ingresar en un orfanato y demasiado pequeño a la vez (según su
familia, había niños trabajando desde edad más temprana que la suya) Ryan iba a
entrar en esta institución.
Llevaba sus informes debajo del brazo en una carpeta
manchada de sudor. Sus trastornos habían incendiado su casa y llevado a la
muerte a su hermana pequeña y a los animales de la casa, aunque lo que no se
mencionaba era que el hecho de que su madre dejara la chimenea encendida por la
noche. Así que a sus 17 años, Ryan era acompañado por dos trabajadores del
centro para pasar el resto de su vida allí.
La gente no le prestaba la menor atención, las mujeres se
levantabas las faldas para no pisar el barro de las calles a la vez que se
tapaban la nariz, el olor era insoportable. También el ruido, Londres
estaba lleno de gente por todas partes,
aunque él, a vivir en las afueras, sólo había visto su vecindario tranquilo y
casi a campo abierto. “Si estuviera limpio”, pensó. Y ya tenía las puertas del
sanatorio enfrente. Y si al menos los médicos hubieran ido minutos más tarde y
no cuando Ryan estaba en uno de sus trances. Claro, lo habían visto con los
ojos cerrados, convulsionando y arañando la tierra quemada enfrente de su casa.
Cuando Ryan volvió en sí, sus padres le comunicaron la noticia. Empezó a gritar
y a explicárselo todo, que él no era peligroso, que tenía miedo del fuego,
¿cómo podía haber incendiado la casa?
“Es por esas cosas que haces”, dijo su
madre.
“No puedo controlarlo. Me iré a un monasterio, pero allí no”.
Hasta el
sacerdote de la capilla se negaba a darle la comunión en algunas ocasiones, así
que Ryan se vio obligado a irse de su casa, mientras sus padres suspiraban
aliviados por no ver nunca más esos episodios tan extraños.
Eran cerca de las tres y media de la tarde cuando a Ryan lo
pasaron a una habitación para terminar con su ingreso. El sudor se le pegaba a
los calcetines y a la parte trasera de los pantalones, su gorra vieja estaba
casi hirviendo; por lo que entrar a la penumbra de la habitación calmó un poco
su sofoco. Un médico que no le preguntó ni el nombre le hizo desnudarse para
comprobar su pulso y su respiración, aparte de medirlo y pesarlo. Aún se estaba
vistiendo cuando entró otro doctor con un chico con unas enormes gafas detrás.
Un poco más amable le ofreció asiento y empezó a hacerle preguntas. Ryan,
aliviado, las contestó con la esperanza de que lo dejaran marchar.
El chico de
las gafas, que parecía el ayudante, escribía todo a pluma en un grueso cuaderno
con gran interés.
“Escritura automática”, dijo en voz baja emocionado. El
doctor no se dio cuenta pero Ryan sí. ¿Qué significaba eso? Después de
finalizar la entrevista, el doctor se fue pero el chico se quedó.
“Mi nombre es
Brandon, aunque puedes llamarme Bran. Esto no es el paraíso, pero te trataremos
bien.”.
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