El coche se perdió de vista calle arriba. El pequeño David dijo adiós con la mano y se quedó sentado en la acera. Había dejado de llover al fin, pero la calle seguía mojada.
Ese día ya no volvería a pasar ningún coche más.
Pensó en todo lo que podía haber hecho para evitar su
partida: fingir que se había caído, que la maleta se había perdido, si hubiera
sido mayor le habría pinchado las ruedas al coche. Pero en su mundo, ellos ya
no mandaban. Habían secuestrado a su amiga, aunque no entendiera en ese momento
que era lo mejor para ella.
¿Por qué debería entenderlo? Esa mañana estaban jugando como
siempre y ya nunca volverían a hacerlo. “Va a venir en Navidad”, le dijeron.
Navidad estaba muy lejos y nunca llegaría. Él sólo tenía el día de hoy, y era
el más triste que había tenido en su corta vida.
Los horizontes del mundo de los dos no pasaban de su calle y
de su barrio. Para qué ir más lejos si allí tenían castillos, islas salvajes
llenas de indios y piratas, un circo que aparecía de vez en cuando y naves
espaciales brillantes. ¿Qué encontraría ella fuera de esos horizontes? Bosques
oscuros, gente extraña y una casa enorme con una bruja dentro.
Paseó calle arriba y abajo dándole patadas a una piedra,
hasta que se decidió a ir más allá de sus calles conocidas. Quizá el coche
estuviera parado en algún sitio. Quizá no fuera demasiado tarde.
La ciudad en la que vivía no era demasiado grande, por lo
que después de dos horas, un buen hombre lo había devuelto a la puerta de su
casa; así que volvió a sentarse en la acera, mientras el horizonte se
desdibujaba y se hacía de noche.
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