Carmen siempre había estado acompañada por el fantasma de su
marido muerto. Éste falleció hace treinta y dos años, cuando ella tenía 26, así
que había estado más tiempo hablando con un fantasma que con un hombre real.
El fantasma no tenía asuntos pendientes en la Tierra, así
que no tenía por qué aparecerse. Pero Carmen lo llamaba continuamente,
inventando historias para que viniera, “tu hijo no me hace caso”, “si
estuvieras aquí para enseñarme a conducir”, “qué bien estás muerto, así no
tienes que pelear por nada”. Aun sin ser su obligación, el fantasma acudía
siempre a su llamada, cumplía su cometido y se iba. Ser fantasma le gustaba,
podía estar en cualquier sitio sin dar explicaciones, cosa impensable estando
vivo.
Apenas pasaban unos meses de tranquilidad cuando recibía una
llamada de nuevo. Por supuesto que podía ignorar la llamada, a fin de cuentas
ya no estaba vivo y era libre, pero seguía sintiéndose responsable hacia su
familia. Después de todo, era culpable por haberse ido sin decir nada.
Los años envejecieron a Carmen y cada vez lo llamaba con más
frecuencia. Su familia ya daba por sentado que estaba mal de la cabeza por
seguir hablando con su marido muerto. El fantasma solía venir a media tarde y
se iba al amanecer, se sentaba en una silla hasta que lograba atajar el
problema al menos.
Carmen le dijo un día que quería volverlo a ver. Que si lo
veía, juraba no volver a llamarlo nunca más y vivir lo que le quedaba sin
molestarlo. El fantasma accedió sin condiciones, después podría vagar por donde
quisiera.
Sin dudarlo, se le apareció en ese momento. Carmen se
impresionó al verlo, se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar. “Al fin
seré libre del todo”, pensó el fantasma. Entonces todo el tiempo del mundo, el
de antes, el de ahora y el de después, se le vino encima. Estaba solo, con un
abismo por delante, y le dio miedo.
Ni siquiera preguntó a Carmen, se la llevó con él.
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