Reencuentro


Madrid se le estaba quedando grande a Paula. Los coches, los ruidos de los vecinos en su edificio, las luces que no se apagaban y la cantidad de horas que necesitaba trabajar la estaban agobiando.
Tanto ella como sus padres habían hecho un enorme esfuerzo por pagarle la carrera, para que encontrara un buen trabajo que le permitiera seguir la línea que todo el mundo caminaba. Paula no echaba de menos su pequeño pueblo ni sus costumbres hasta que no pasaron varios años. Un año por trabajo, otro por enfermedad, excusas para no reencontrarse con lo que era ella, aunque quisiera esconderlo. Ella no era una chica de ciudad, no disfrutaba con las cenas elegantes, ni con tardes eternas de compras ni con fotografiar cada día sus desayunos. Cuando podía se escapaba a algún parque o al campo, a sentarse simplemente. Pensaba en su calle de la infancia, en los juegos y en las peleas que tenía con sus padres porque nunca salían de aquel pueblo.
En uno de los paquetes que su madre le enviaba de vez en cuando (comida básicamente, según ella la comida de la ciudad no sabía igual) encontró un pequeño trozo de tela a cuadros envolviendo algo. Una medalla.
Sin apenas darse cuenta de lo que era, empezó a llorar. Esa medalla la heredó de su bisabuela, nadie sabía a qué santo estaba dedicada, pero todos los días antes de ir al colegio, se la prendía de la ropa con un alfiler.
Todos los niños iban así, según se contaba, protegía del mal de ojo y de las enfermedades. Creyente o no, era una costumbre. De esas que en Madrid no tenía. De esas que quería recuperar, aunque fuera ella sola en una ciudad grande.
Con la medalla en la mano, llamó por teléfono a su casa, que le preparasen su cama, que pasaría unos días allí; y envió un e-mail a su jefe, que se tomaba los días de vacaciones que le faltaban.


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