Piedras preciosas



La cristalera de la joyería estaba tan limpia que Rosa podía ver las nubes formándose una tras otra, habría tormenta en unos minutos. Mientras el insoportable señor que tenía delante se decidía por un anillo u otro, ella manoseaba la bolsa de terciopelo que tenía entre las manos. A esta última hora de la tarde aceptarían comprarle el collar y la pulsera.
Por fin, el señor pagó su anillo y salió con una sonrisa de la joyería. Sin mediar palabra, Rosa abrió su bolsita y dejó las joyas en el mostrador. Se conformaría con unos pocos billetes.
         — Señora, ¿está segura? —El joyero estaba ensimismado. — No suelo comprar este tipo de joyas, y más si son de herencia, como parecen ser.
         — Sí, eran de mi bisabuela. Pero son piedras baratas y necesito dinero. —A Rosa empezaban a sudarle las manos.
        —  Está bien. Veré cuánto puedo ofrecerle. —El joyero miró a trasluz el collar. Esa mujer estaba loca. Decidió intentarlo una vez más. —Usted puede vivir toda su vida con lo que valen estas joyas, ¿no se da cuenta? Son piedras preciosas rarísimas, ¿no lo ve?
Ante la impasividad de la mujer, puso el collar y la pulsera debajo de una lámpara que tenía en el mostrador. Las piedras emitían todos los colores del arco iris, estaban perfectamente talladas y no estaban arañadas.
Rosa le dijo que no veía nada, que eran piedras normales, de la calle, pintadas de colores. ¿Qué era eso de que brillaban? Para nada. Llevaba seis horas sin beber y si el joyero no le daba aunque fuera una moneda por esas baratijas, abriría ella misma la caja registradora.
Finalmente, el joyero le dio todo el dinero que había recaudado aquel día y cerró la tienda. Vio a Rosa correr a través de la tormenta hasta el supermercado de enfrente. Sabía a lo que iba. Alcohol.
Eran muchos como ella (cada vez más) los que empeñaban trozos de su historia, de su vida, por una botella o unas latas. Se imaginó el collar colocado en el cuello de una señora elegante de principios de siglo, con el pelo recogido, y la pulsera descansando en una muñeca fina, desconocedoras del último destino que les esperaba: una fría tienda en una ciudad cualquiera.

Este relato participa en la convocatoria de Febrero de  Divagacionistas

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