El Carnaval había terminado y aunque él tenía la suerte de
disfrutarlo en una de las ciudades más bonitas del mundo, no se sentía
satisfecho.
Se había disfrazado y había estado buscándola por todos los
bailes de la ciudad, públicos y privados. «Es una tontería», le habían dicho
sus amigos, «si todos vamos con las caras tapadas, es imposible reconocer a
nadie».
Pero a él lo movía algo más que la vista, la intuición. Si
tuviera que describirlo, él te diría que fue como un cambio en la atmósfera o
en el color del aire. No necesitaba llamadas de teléfono ni cartas para saber
que ella estaba en la ciudad.
El primer día de Carnaval se armó de paciencia y,
resolutivo, recorrió Venecia de arriba abajo. Se cruzó con miles de personas,
tuvo que hablar con algunas para poder pasar a los salones y bailar con otras
tantas. Pero ni rastro de quien buscaba.
El resto de días había hecho exactamente lo mismo. Sonriente
y paciente por la mañana y agotado por la noche. Lo sabía, su mente le decía
que no se equivocaba y que esperase. Pidió prestados los disfraces a sus amigos
y alquiló unos cuantos, por si lo había reconocido y huía de él. Pero, ¿por qué
habría de hacerlo? No tenía motivos, apenas habían hablado en años, pero no
como para que lo evitara, ¿o sí?
Al final no pudo ser. El Carnaval había llegado a su fin y
la gente se estaba marchando.
Este relato participa en el mes de Marzo de Divagacionistas
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