"Fuera de las zarzas"

 ¡Hola!:

Este relato lo envié a la segunda convocatoria T.Errores, no fue seleccionado así que lo dejo por aquí. Por si lo queréis también está en Lektu. Espero que os guste.

 


Here, in the forest,

dark and deep,

I offer you,

eternal sleep”



Vestida con un caftán gris perla, Diana abandonó el lago.

Quince minutos antes el equipo médico y la patrulla se habían marchado del escenario del crimen. Por respeto a ella la habían dejado sola unos minutos, contemplando las tranquilas aguas del lago. Sin embargo, Diana sabía que antes o después alguien vendría a por ella.

A fin de cuentas, era su pequeño hijo Adrián el que había muerto.

Se giró dando la espalda al agua y cruzó los brazos sobre el pecho. No tenía frío, pero se sentía extrañamente vacía. Notó un zumbido en los oídos debido al silencio opresivo del bosque. Minutos antes todo eran gritos y palabras de urgencia por salvar una vida, y ahora que todas las voces se habían callado, se sintió en paz.

Paz dentro de la situación, por supuesto. Cuando saliera del bosque y se enfrentase a la realidad, le tocaría llorar y gritar como la madre desesperada que era. O se suponía que era.

Empezó a caminar llevando consigo el pequeño cubo de plástico y la pala de su hijo. Puede que la dejasen tranquila al menos esa noche y al día siguiente empezase el interrogatorio. A fin de cuentas, estaban solos en el bosque y el niño había muerto casi de repente.

Diana caminaba descalza pisando las hojas muertas pensando que sí, que saldría bien librada de esta situación.

Madre soltera, respetada y querida por sus vecinos y con un hijo encantador.

Antes de salir a la carretera, se quitó unas espinas de zarza que tenía clavados en el vestido. Era extraño que ninguno le hubiese provocado ningún arañazo mientras que la delicada piel de Adrián sangraba por todas partes.

Un policía se acercó a ella y le preguntó:

Señora, ¿necesita que la llevemos al hospital? Estará más tranquila si no quiere pasar la noche sola.

Diana negó con la cabeza.

Necesito descansar. Aunque si pudieran darme alguna pastilla para dormir le estaría muy agradecida.

Antes de terminar la frase, el joven policía fue a buscar a uno de los enfermeros de la ambulancia. Al final, sí, tendría toda la noche para pensar en su declaración.

Aquí tiene. No las mezcle con alcohol y si se encuentra mal, llame enseguida a Emergencias. Llevaremos a su hijo a hacerle la autopsia y nos pondremos en contacto con usted.

Diana cogió las pastillas y asintió con la cabeza. La ambulancia se fue primero, llevándose el cuerpo de su único hijo y hasta hace unas horas, su única razón para seguir en este mundo. Ella montó en el coche patrulla y tomaron un camino diferente, hasta su pequeña casa a tres kilómetros del bosque.

Los dos agentes le dirigieron palabras de consuelo que ella no escuchó. Se bajó del coche cerrando la puerta con suavidad y entró en su casa. Apenas notó que tenía el bolso de mimbre colgado al hombro y el cubo y la pala todavía en la mano.

Los dejó en el suelo y se dirigió a la cama. Se quitó el caftán gris y lo dejó enrollado a su lado. Notó un pinchazo en el muslo izquierdo y descubrió una pequeña espina morada de zarza clavada. Se la arrancó y la tiró al suelo junto con una minúscula gota de sangre.

Ya está hecho —se dijo.

Su pequeño Adrián, fruto de uno de los encuentros fortuitos con su antiguo vecino de enfrente, un hombre de ojos oscuros y manos ágiles cuyo nombre Diana había olvidado. Siete años dan para mucho y desde luego recordar el nombre de un amante casual no merecía la pena.

El inquieto Adrián, que había tenido que aprender a jugar solo desde muy pequeño y que quería a su madre con todo su corazón.

El explorador en potencia, como lo llamaba su abuelo, que todavía no sabía que una de esas exploraciones le había costado la vida a su nieto.

Diana, en bañador y relajada sin necesidad de pastillas, cerró los ojos y empezó a montar mentalmente su declaración.

El dulce olor a miel y moras de la zona del bosque donde habíamos decidido pasar la tarde atrajo al niño como un imán. Fui tras él unos metros para asegurarme de que jugaba en una zona segura, sin demasiada maleza en el suelo para que no se arañase las piernas. No paraba de decirme que ese sería su sitio favorito para jugar para siempre. Tienen que creerme cuando les digo que era un niño muy independiente. Prometió traerme un regalo del bosque si lo dejaba solo unos minutos, no era la primera vez que lo hacíamos.

Casi siempre me traía una bellota o alguna pequeña flor.

Me llevé su cubo y su pala porque me dijo que no le hacían falta y caminé hacia el pequeño lago. Es un sitio muy tranquilo y a los dos nos gusta… nos gustaba estar allí. Llevaba unos minutos, ¿cuántos? No lo sé, agente… quizá unos quince o veinte.

Entonces lo oí gritar. Salí corriendo. Me costó encontrarlo porque estaba envuelto en una manta de zarzas, como si una araña gigante lo hubiera envuelto en espinas. Se revolvía y yo… las aparté con la mano y por cada una que quitaba, otra se reproducía. Perdonen que no sepa describirlo bien, pero era como una… enredadera.

¿No perdió mucha sangre?

Imposible. Tenía arañazos por todo el cuerpo y la ropa desgarrada.

¿El cuello? No, no me fijé. Si gritaba, no podía estar ahogándose…”

Se levantó de la cama. Debía perfilar mejor esa parte.

Casi todo el relato tenía coherencia y necesitaba total credibilidad.

Se cambió de ropa y paseó por la casa respondiendo a preguntas que no habían sido formuladas.

Salió al patio trasero y la plateada luz de la Luna casi llena le hizo estremecer. Era una noche templada y dulce, que invitaba a cualquier cosa menos a quedarse rumiando una historia encerrada en casa.

En el suelo estaban desperdigados los juguetes preferidos de Adrián: unos dinosaurios de plástico, su coche de bomberos y una caja de cartón pintada como si fuese un castillo.

Diana los miró con desprecio y entró de nuevo. No por mucho tiempo, pues se calzó las zapatillas deportivas y salió de la casa.

Si por casualidad algún vecino estaba asomado a la ventana a esas horas, pensaría que la pobre madre no podía pegar ojo después de la trágica muerte de su único hijo. Lo entenderían. A una madre se le perdona todo.

Con paso decidido, Diana caminó por la solitaria carretera y se adentró en el oscuro y calmado bosque. Sacó el móvil del bolsillo de sus pantalones de deporte y alumbró con la linterna un poco el camino que tenía ante sí.

El ambiente estaba tan tranquilo que se sintió extrañamente relajada, más que en su propia casa. Aquí daba la impresión de que podría apoyar la espalda contra un tronco y quedarse dormida al instante.

En lugar de hacerlo, se puso a hablar en voz baja para no asustar a algún posible animal:

No hace falta ser muy lista para saber que no debes dormir en un bosque solitario. Por mucho que este bosque te haya ayudado a matar a tu hijo.

Su risa histérica en la oscuridad sorprendería a cualquier intruso. Hasta ella misma se dio cuenta.

Sí, puedo decirlo ya. ¡Por fin está muerto! Ya no tendré que aguantar sus llantos y sus estúpidas preguntas. ¿Que por qué no tengo amigos? ¡Porque eres horrible! ¿No se te ha ocurrido mirarte en un espejo, cariño? Las veces que se lo decía lloraba más. Le he hecho un favor, ya no sufrirá más. Y yo… tengo tanto por delante que…

En un arrebato mezcla de euforia e histeria, se arrodilló en la tierra del camino y abrió los brazos. El móvil se le cayó al suelo y se apagó, pero no se dio cuenta. Un débil reflejo de luz de Luna asomaba entre las copas de los árboles por lo que Diana no estaba a oscuras del todo.

Sintió la fuerza de la tierra subir por sus rodillas desnudas y sus manos abiertas tocaron hojas espinosas a ambos lados. Los breves pinchazos en los dedos la excitaron hasta el punto de endurecerle los pezones. Si se detenía un poco más, pronto la humedad aparecería entre sus piernas.

Ahora no es el momento.

Se levantó y se alisó la camiseta con las manos. No vio las pequeñas gotas de sangre que dejó en la tela. Pensó en llegar al lago y después darse la vuelta. Caminar le vino bien para distraerse del extraño episodio que había tenido unos pasos atrás.

El bosque me habla, el bosque me dice que Diana ha hecho una cosa mala… —empezó a canturrear.

El móvil desapareció debajo de un árbol como si de un conejo se tratase. Las marcas del sendero desaparecían detrás de Diana conforme ella caminaba y las copas de los árboles se cerraron sólo un poco, lo justo para no dejarla totalmente a oscuras.

El bosque era el único testigo del crimen y el que todavía escuchaba el eco de la voz infantil de Adrián. Las vivencias, en especial las extremas, se plasman en las ramas y en la savia que recorre la corteza de los árboles como si se tratase del fotograma de una película. A veces el bosque reacciona, en cambio otras, se encuentra tan cansado que decide no intervenir.

En esta época, en la que las personas damos más importancia a un asfalto limpio que a un bosque enmarañado y caótico, la Naturaleza sigue su curso.

Las zarzas se asustaron y se defendieron del niño que se acercó a ellas, pero pararon a tiempo. Nada que no hubiera curado el amor de una madre y un remedio de la farmacia. Observaron impasibles la excitación de Diana y la agonía del pequeño.

Después, todo siguió como siempre.

Al menos hasta esta noche.

La tierra del bosque reconoció las pisadas enérgicas de Diana y su hedor a muerte. De inmediato se pusieron a funcionar coordinados, desde las minúsculas hojas de las copas de los árboles hasta las grandes rocas del lago. Una invisible tela de araña se ceñía al cuerpo de Diana mientras ella pensaba en volver a casa, esta vez con su declaración de inocencia bien formada en su cabeza.

Ella se dio la vuelta antes de llegar al lago. Empezó a notar frío en las piernas y un intenso dolor de cabeza. Iba regañándose a sí misma por ese estúpido paseo nocturno, con lo tranquila que estaba en casa.

A pesar de que iba a un paso normal, tropezó con la raíz de un árbol.

Dio con la rodilla justo en una piedra afilada y empezó a sangrar. Sentada en el suelo se limpió la sangre con las manos y se levantó.

El estómago de Diana le dijo algo que ella no supo interpretar. No echó a correr, ¿para qué? Si a esas horas de la noche estaba sola.

Un batir de alas la sobresaltó. Un pájaro despistado no provoca tanto alboroto, pensó. Muchos, sí. Sólo que no eran pájaros, sino murciélagos que, con su chirrido y sus fuertes alas rondaban la cabeza de Diana. Algunos se atrevieron a tirarle del pelo rubio con sus minúsculos dientes, haciéndola gritar de dolor.

Los espantó con las manos y alguno cayó al suelo. Le ardía la rodilla y no veía casi nada frente a ella. Se llevó la mano al bolsillo y se dio cuenta de que había perdido el móvil. Gritó de furia dispuesta a seguir adelante.

En cambio, el bosque no estaba dispuesto a colaborar.

Diana creyó ver cómo el sendero (trazado por incontables pasos) se desvanecía frente a ella sustituyéndose por pequeñas ramas y piedras. Se dio cuenta de que su corazón latía desbocado y se obligó a descansar unos minutos.

Lo suficiente para respirar con normalidad y no ver cosas donde no las hay, se dijo.

Volvió a sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, por suerte el dolor de rodilla sólo era una leve quemazón.

Intentó meditar y sus pensamientos la llevaron a cuando recorría ese mismo sendero cuando era pequeña. Ya fuera sola o con sus amigas, le encantaba nadar en el lago. Se vio a sí misma con diez años, las manos arrugadas del agua y las risas de sus amigas resonando en los oídos.

Diana, tan inocente como un pájaro recién salido del nido, antes de que la vida le abriera los brazos y le mostrara que no todo era diversión.

Como aquella tarde, por ejemplo.

Su mente siguió sin querer ese recuerdo y se vio a sí misma llorando a lágrima viva y sola. Sus amigas se habían ido corriendo porque… ¿qué era?

Olía mal, estaba segura. La Diana del presente cerró los puños y cayó en la cuenta.

Eran culebras de agua. Varias de ellas salieron del agua agarradas a los tobillos de Diana y sus amigas se asustaron y huyeron.

Más que tranquilizarse, se estaba poniendo más nerviosa, con lo que decidió huir también. Y correr.

En cambio, una vez más tuvo que detenerse.

¿Podría ser que se hubiera metido tanto en el pasado que notase subir ahora pegajosas culebras de agua por sus piernas?

Así era.

No pudo quitárselas de las piernas porque tenía los brazos cubiertos de ellas. El olor a podredumbre y barro enquistado le llenaba ahora la cabeza como una droga barata. El lento movimiento de las culebras unido a su tacto frío y húmedo aceleró más el corazón de Diana, que, de repente, se había olvidado de caminar.

Una parte de su mente le dijo que esos bichos no la matarían. Se restregarían contra ella un rato y se marcharían a su infecto lago. Aun así, no se atrevió a gritar por si alguna de ellas decidía explorar su boca.

Gritó unos segundos después.

Las culebras de agua habían preparado a conciencia la piel de Diana para las zarzas. Resbaladiza como estaba, las minúsculas espinas se clavaron en su piel sin dificultad. Una vez hecho el trabajo en cada parte visible de su cuerpo, se separaron de golpe el tiempo suficiente para volver a ella con más fuerza.

¿De dónde han salido? —gritó Diana a la noche.

Esta vez se hundieron en la piel unos centímetros más. Y la siguiente ocasión casi hasta los músculos, o eso le pareció a ella.

Respiraba con dificultad y el ardor inicial de su piel se convirtió en un agarrotamiento que la paralizó todavía más. De nuevo su mente racional le dijo que por ese bosque pasaba mucha gente y se pinchaban a menudo con las zarzas y que estas no eran venenosas. Ella misma lo sabía. Entonces, ¿por qué se notaba el cuello hinchado y por más que aspirase aire con la boca abierta se sentía desfallecer?

Un ataque de pánico, sí, eso era. Se le pasaría cuando se arrastrase un poco por el suelo y viera por fin las luces del pueblo.

Pero los ataques de pánico no te hacen sangrar por todo el cuerpo y te clavan en la tierra como si fueras un árbol.

Unos minutos después su mente se vio incapaz de seguir animando el inútil cuerpo de Diana. Se apagó cuando una pequeña culebra de agua se metió en las fosas nasales de la mujer y terminó de asfixiarla.

**

A la mañana siguiente, cuando el joven policía fue a casa de Diana para llevarla a comisaría, no la encontró en casa. Llamó a la puerta de sus vecinos de al lado de su casa y no supieron decirle dónde estaba. No escucharon gritos ni ningún coche se acercó a su puerta, de eso estaban seguros.

Movido por una intuición, el policía sacó su arma del coche patrulla y se dirigió al bosque. Vio a Diana lo bastante fuerte como para enfrentar la vida sola, así que descartó de inmediato la idea del suicidio.

Se habrá quedado dormida por ahí —se dijo.

Si la trataba con amabilidad, igual un día de estos aceptaba una invitación a cenar. Había algo primitivo en ella que la atraía aun habiéndola visto una sola vez. Podría ser instinto animal.

No fue necesario buscar mucho.

El joven policía encontró el cadáver de Diana tendido en el suelo en medio de un claro, sin arbustos ni nada alrededor, totalmente inmaculado. Parecía que la pobre mujer estaba sumida en un profundo sueño si no fuera por la expresión de auténtico terror en sus ojos abiertos.




 

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