Este hombre gris, con las piernas y los brazos llenos de
cardenales por las palizas, escribe una carta de despedida imaginaria. Más que
nada porque no tiene a quién dirigirla. Confía en que su mente envíe esa imagen
de sí mismo (la celda, el frío) a través de los años. Puede que alguien reciba
esa imagen, investigue y condene a sus torturadores.
El hombre gris aprendió a leer con los curas, y recordaba el
primer libro que leyó completo, el de un condenado a muerte que a través de la
camisa de fuerza, viajaba a muchos lugares, visitaba a personas, era feliz.
¿Cómo se llamaba? Algo de estrellas, creía.
En su última noche en la celda, hasta le habían retirado el
camastro, así que se sentó en el suelo abrazándose las rodillas. De una forma o
de otra, mañana ya no tendría frío. Decía adiós a su cuerpo dolorido, al hambre
que llevaba semanas con él, a la sangre reseca, al suelo de piedra. ¿Valía la
pena despedirse de todo aquello? ¡Si estaba deseando librarse!
Tenía sueño pero no se iba a dormir, ¿para qué? Prefería
quedarse despierto y soñar que dormir y que le volvieran a pegar. ¿A qué diría
adiós, entonces? No tenía bonitos recuerdos de nada, nunca lo habían querido,
jamás había…
La puerta de la celda se abrió. Sabía lo que iba a pasar y
comenzó a llorar. Supo entonces de lo que no se iba a poder despedir en el poco
tiempo que le quedaba: de la esperanza. Esperanza por salir de allí, por
caminar bajo las bombas sin que ninguna lo alcanzase, por ver de nuevo un
pajarito en un árbol.
Temblando, suplicaba “No, por favor”. Un hombre aún más gris
que él lo apuntaba con una pistola, él era el primero de la larga lista que
tenía que cumplir hoy.
Un tiro al pecho, humo y olor a pólvora.
Setenta y tres años después, una chica de 12 años se
despierta en mitad de una noche de invierno, sudando y aferrándose las manos a
la garganta. Había gritado en sueños.
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