¿Por qué dormimos tan plácidamente en las camas de los
hoteles?
Lo lógico es que estemos cansados de hacer turismo por la
ciudad que visitamos, estamos hartos de conducir y necesitamos parar o
simplemente nos apetece dormir en una cama que no sea la nuestra.
El caso es que la mayoría de la gente se siente cómoda en
una habitación de hotel, enseguida la toman como si fuera su propia casa. Abren
la cama como si estuviera esperándolos durante todo el día y duermen como
troncos. Y el día anterior otra persona ha hecho lo mismo, y mañana lo hará
otra. Esta situación la extrapolamos a nuestra propia cama y nos da un poco de
asco, la verdad; aunque sepamos que han cambiado las sábanas.
Apagamos las luces y nos dormimos. A la mañana siguiente nos
vamos, para volver esa noche al mismo hotel o para marcharnos. Lo que hayamos
hecho o soñado en esa cama, esa noche, se queda ahí.
Esta habitación es una como cualquier otra. Está situada en un
hotel en el centro de la ciudad, no muy lujoso y que no ofrecen comidas ni
cenas. La habitación es soleada, con una cama grande, dos mesitas, un armario,
una mesa y tres sillas. El televisor lleva unos días allí.
Cuando no está ocupada, la habitación se dedica a acumular
polvo y a estar en silencio. No hay llantos de niños, gemidos de sexo o
discusiones por teléfono. Aunque a la habitación también le gusta el jaleo de
vez en cuando.
No se sabe con exactitud quiénes fueron los primeros
huéspedes de la misma, pero con el paso de los años se han acumulado manchas en
las paredes, el baño ha sufrido daños y las sábanas roturas y manchas. Cosas no
demasiado importantes, lo que se ha quedado impregnado en las paredes no se
puede reparar ni reemplazar.
Esta historia, de unos huéspedes cualesquiera en un día
cualquiera, está ocurriendo a cada rato.
Rebeca llegó el jueves por la tarde. Tenía previsto irse el
sábado por la mañana, coger un tren y dejar el país unos días para disfrutar de
sus merecidas vacaciones. Aunque el hotel estaba en su ciudad, le apetecía
tranquilidad y ese hotel sería su casa ese día y medio.
Se registró en recepción temprano, sobre las cinco, y se
tumbó a dormir un rato. Su móvil no sonaba, porque ya había quedado para esa
noche. Su “amigo” llegaría a las nueve, estaría un par de horas y se iría. O la
sorprendería quedándose a dormir. Quién sabe. Lo echaría de menos durante sus
vacaciones, pero sus padres no le dejarían irse con una mujer trece años mayor.
Ismael tenía veinte años, un cuerpo incansable y una mente
que la encandiló nada más conocerlo. Chicos jóvenes dispuestos a una noche hay
muchos, pero la visión de la vida que tenía Ismael le gustaba. No quería atarse
a nada, encadenaba trabajos para gastarse el dinero inmediatamente después y le
recitaba unos poemas que la derretían, para qué negarlo.
Rebeca pensaba en esto cuando llamó a la puerta. Le abrió y
su sonrisa (aún de niño) la saludó. Recorrió la habitación en menos de un
minuto, contando a Rebeca cómo había sido su día. Dejó la maleta todavía
cerrada en el suelo y se tumbó. Parecemos un matrimonio, pensó Rebeca. Al
siguiente segundo Ismael ya estaba desnudo y ella iba de camino. La primera
noche que se conocieron hicieron el amor en el coche de Rebeca, más borrachos
que conscientes pero con el recuerdo indeleble en la memoria.
Así llevaban dos meses y esa tarde también fue intensa. La
ropa tirada por el suelo. Rebeca concentrada en el cuerpo de Ismael,
permitiéndose a sí misma enamorarse del instante, no del futuro que nunca
llegaría, si no del ahora, de los dos. Ismael con los ojos cerrados, aspirando,
expirando juventud y minutos. La habitación calentándose y registrando
recuerdos. No podían hacer mucho ruido, y se guardaban los gritos, que
explotaban en el interior.
A ninguno de los dos les gustaba el momento de “después”.
Sentían perder el tiempo, no estaban haciendo el amor pero tampoco estaban
separados del todo. Se sentaron uno frente a otro y hablaron un poco:
-
A la una me tengo que ir.- dijo Ismael.- Traigo
algo de cenar, no hace falta ni que te vistas.
-
Vale
Rebeca se asomó a la ventana de la habitación con el pijama
puesto mientras veía a Ismael ir a la acera de enfrente a por dos hamburguesas.
Ojalá pudiera acompañarla a Irlanda. Sabía que él tenía otros rollos, estaba
con más chicas y con ninguna, pero le gustaba tenerlo para ella algunos ratos.
Todavía le temblaban las piernas.
Cenaron viendo (y estrenando, pero ellos no lo sabían) la
televisión y después Ismael se durmió. Sigue siendo demasiado joven, inocente
pero con la idea de que se está comiendo el mundo.
Rebeca se tumba a su lado y pone la alarma del móvil para
despertarlo. Mañana tiene clase hasta las 12 y después no sabe qué hará. Ella
tampoco. Tiene el desayuno pagado.
A la una menos diez la cama se mueve ligeramente,
despertando a Ismael. Rebeca está dormida. La persiana está subida cuando él la
ha dejado bajada antes de cenar.
No despierta a Rebeca y sale de la habitación cerrando la
puerta. Mañana irá a verla otra vez.
Rebeca se despierta al oír el televisor, que se enciende
solo. Ismael se fue hace varias horas, lo habrá encendido él. Apaga el
televisor y se vuelve a dormir.
La mañana del día siguiente fue algo aburrida. Rebeca se
levantó, desayunó y fue a caminar un poco por la ciudad. Al llegar al hotel
empezó a ponerse un poco alterada. Los nervios del viaje, supuso. Se tumbó en
la cama y se puso a ver la televisión.
A media tarde, cuando llegó Ismael, se notaba con fiebre. El
cambio de estación tiene algo que ver también. Él también está cansado, ha
estado toda la mañana en clase y esa noche debe volver antes a su casa. Unos
besos después, se quedan dormidos.
La puerta del baño se abre y una figura sale. Ellos dos, en
sueños, ven la misma imagen: un hombre alto, vestido con una túnica con
capucha, camina. No saben si se dirige a ellos o se aleja. Sus pies y sus
brazos se mueven pero no avanza, la oscuridad en la habitación lo impide. Las
ventanas se abren de golpe pero no despiertan a ninguno de los dos. La cama
empieza a coger calor, como si hubiera una estufa debajo, y el somier comienza
a expulsar humo.
Todas las voces que han dormido en la habitación salen de
sus escondites: del armario, del armario del baño, de las lámparas. La mayoría
están muertos, aunque la habitación es nueva. Ninguno de ellos tuvo la osadía
de morir en la habitación, se esperaron a salir del hotel. Los que siguen vivos
se reconocen porque apenas son sombras, en cambio, los otros podrían pasar por
humanos. Llantos de niños, susurros de amantes, tos de un señor mayor que
probablemente fumó mucho, conversaciones de matrimonios que no van a ninguna
parte, alguna bofetada, pisadas, alguien desafinando una canción, un móvil que
no para de sonar. Rebeca abre los ojos asustada, sudando y sin moverse, cree
que está en una pesadilla. La habitación parece una tienda el primer día de
rebajas, pero nadie se acerca a la cama. Los seres se mueven por la habitación,
chocan, se abrazan, se pelean, tropiezan. El ruido es cada vez mayor, igual que
la cama, que parece que va a estallar en llamas.
Ismael sigue dormido, al parecer. Aunque Rebeca nota que no
se mueve ni para respirar. Empieza a darle codazos por debajo de la sábana, sin
moverse demasiado, para que los personajes de la habitación no se distraigan y
vayan a por ella. No reacciona. Rebeca quiere llorar, el viento que entra por
la ventana los destapa, sin inmutar a los seres.
La puerta se abre inesperadamente y un empleado del hotel,
de uniforme, de mantenimiento parece, empieza a hacer aspavientos con los
brazos de forma muy exagerada. Una luz gris comienza a entrar por la ventana
abierta y los seres empiezan a saltar por el balcón, en fila, uno detrás de
otro. El empleado no dice ni una palabra, pero maldice entre dientes, sin
dirigir una mirada a la cama.
La luz ya entra muy clara en la habitación cuando el
empleado se va cerrando la puerta suavemente. Ismael se despierta, sin haberse
enterado de nada. Rebeca está asomada a la ventana, mirando a un lado y a otro,
sin creerse del todo lo ocurrido la noche anterior. ¿Qué eran esas cosas? ¿Por
qué no les habían atacado?
Mientras se visten, Rebeca le cuenta todo a Ismael, que
intenta tranquilizarla diciéndole que fue una mala pesadilla. Salen del hotel
sin despedirse de nadie, y ya en la calle cada uno toma su camino. Ella, a sus
vacaciones, y él, a su casa. Se nota incómodo, como si estuviera a punto de
pillar un resfriado.
Unas sombras le siguen por la calle unos cuantos metros, y
de repente siente la urgencia de volver a la habitación del hotel. O se ha
olvidado algo y va a recogerlo o ya no quiere salir más de la habitación.
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