#2 Una habitación




¿Por qué dormimos tan plácidamente en las camas de los hoteles?
Lo lógico es que estemos cansados de hacer turismo por la ciudad que visitamos, estamos hartos de conducir y necesitamos parar o simplemente nos apetece dormir en una cama que no sea la nuestra.
El caso es que la mayoría de la gente se siente cómoda en una habitación de hotel, enseguida la toman como si fuera su propia casa. Abren la cama como si estuviera esperándolos durante todo el día y duermen como troncos. Y el día anterior otra persona ha hecho lo mismo, y mañana lo hará otra. Esta situación la extrapolamos a nuestra propia cama y nos da un poco de asco, la verdad; aunque sepamos que han cambiado las sábanas.
Apagamos las luces y nos dormimos. A la mañana siguiente nos vamos, para volver esa noche al mismo hotel o para marcharnos. Lo que hayamos hecho o soñado en esa cama, esa noche, se queda ahí.
Esta habitación es una como cualquier otra. Está situada en un hotel en el centro de la ciudad, no muy lujoso y que no ofrecen comidas ni cenas. La habitación es soleada, con una cama grande, dos mesitas, un armario, una mesa y tres sillas. El televisor lleva unos días allí.
Cuando no está ocupada, la habitación se dedica a acumular polvo y a estar en silencio. No hay llantos de niños, gemidos de sexo o discusiones por teléfono. Aunque a la habitación también le gusta el jaleo de vez en cuando.
No se sabe con exactitud quiénes fueron los primeros huéspedes de la misma, pero con el paso de los años se han acumulado manchas en las paredes, el baño ha sufrido daños y las sábanas roturas y manchas. Cosas no demasiado importantes, lo que se ha quedado impregnado en las paredes no se puede reparar ni reemplazar.
Esta historia, de unos huéspedes cualesquiera en un día cualquiera, está ocurriendo a cada rato.
Rebeca llegó el jueves por la tarde. Tenía previsto irse el sábado por la mañana, coger un tren y dejar el país unos días para disfrutar de sus merecidas vacaciones. Aunque el hotel estaba en su ciudad, le apetecía tranquilidad y ese hotel sería su casa ese día y medio.
Se registró en recepción temprano, sobre las cinco, y se tumbó a dormir un rato. Su móvil no sonaba, porque ya había quedado para esa noche. Su “amigo” llegaría a las nueve, estaría un par de horas y se iría. O la sorprendería quedándose a dormir. Quién sabe. Lo echaría de menos durante sus vacaciones, pero sus padres no le dejarían irse con una mujer trece años mayor.
Ismael tenía veinte años, un cuerpo incansable y una mente que la encandiló nada más conocerlo. Chicos jóvenes dispuestos a una noche hay muchos, pero la visión de la vida que tenía Ismael le gustaba. No quería atarse a nada, encadenaba trabajos para gastarse el dinero inmediatamente después y le recitaba unos poemas que la derretían, para qué negarlo.
Rebeca pensaba en esto cuando llamó a la puerta. Le abrió y su sonrisa (aún de niño) la saludó. Recorrió la habitación en menos de un minuto, contando a Rebeca cómo había sido su día. Dejó la maleta todavía cerrada en el suelo y se tumbó. Parecemos un matrimonio, pensó Rebeca. Al siguiente segundo Ismael ya estaba desnudo y ella iba de camino. La primera noche que se conocieron hicieron el amor en el coche de Rebeca, más borrachos que conscientes pero con el recuerdo indeleble en la memoria.
Así llevaban dos meses y esa tarde también fue intensa. La ropa tirada por el suelo. Rebeca concentrada en el cuerpo de Ismael, permitiéndose a sí misma enamorarse del instante, no del futuro que nunca llegaría, si no del ahora, de los dos. Ismael con los ojos cerrados, aspirando, expirando juventud y minutos. La habitación calentándose y registrando recuerdos. No podían hacer mucho ruido, y se guardaban los gritos, que explotaban en el interior.
A ninguno de los dos les gustaba el momento de “después”. Sentían perder el tiempo, no estaban haciendo el amor pero tampoco estaban separados del todo. Se sentaron uno frente a otro y hablaron un poco:
-          A la una me tengo que ir.- dijo Ismael.- Traigo algo de cenar, no hace falta ni que te vistas.
-          Vale
Rebeca se asomó a la ventana de la habitación con el pijama puesto mientras veía a Ismael ir a la acera de enfrente a por dos hamburguesas. Ojalá pudiera acompañarla a Irlanda. Sabía que él tenía otros rollos, estaba con más chicas y con ninguna, pero le gustaba tenerlo para ella algunos ratos. Todavía le temblaban las piernas.
Cenaron viendo (y estrenando, pero ellos no lo sabían) la televisión y después Ismael se durmió. Sigue siendo demasiado joven, inocente pero con la idea de que se está comiendo el mundo.
Rebeca se tumba a su lado y pone la alarma del móvil para despertarlo. Mañana tiene clase hasta las 12 y después no sabe qué hará. Ella tampoco. Tiene el desayuno pagado.
A la una menos diez la cama se mueve ligeramente, despertando a Ismael. Rebeca está dormida. La persiana está subida cuando él la ha dejado bajada antes de cenar.
No despierta a Rebeca y sale de la habitación cerrando la puerta. Mañana irá a verla otra vez.
Rebeca se despierta al oír el televisor, que se enciende solo. Ismael se fue hace varias horas, lo habrá encendido él. Apaga el televisor y se vuelve a dormir.
La mañana del día siguiente fue algo aburrida. Rebeca se levantó, desayunó y fue a caminar un poco por la ciudad. Al llegar al hotel empezó a ponerse un poco alterada. Los nervios del viaje, supuso. Se tumbó en la cama y se puso a ver la televisión.
A media tarde, cuando llegó Ismael, se notaba con fiebre. El cambio de estación tiene algo que ver también. Él también está cansado, ha estado toda la mañana en clase y esa noche debe volver antes a su casa. Unos besos después, se quedan dormidos.
La puerta del baño se abre y una figura sale. Ellos dos, en sueños, ven la misma imagen: un hombre alto, vestido con una túnica con capucha, camina. No saben si se dirige a ellos o se aleja. Sus pies y sus brazos se mueven pero no avanza, la oscuridad en la habitación lo impide. Las ventanas se abren de golpe pero no despiertan a ninguno de los dos. La cama empieza a coger calor, como si hubiera una estufa debajo, y el somier comienza a expulsar humo.
Todas las voces que han dormido en la habitación salen de sus escondites: del armario, del armario del baño, de las lámparas. La mayoría están muertos, aunque la habitación es nueva. Ninguno de ellos tuvo la osadía de morir en la habitación, se esperaron a salir del hotel. Los que siguen vivos se reconocen porque apenas son sombras, en cambio, los otros podrían pasar por humanos. Llantos de niños, susurros de amantes, tos de un señor mayor que probablemente fumó mucho, conversaciones de matrimonios que no van a ninguna parte, alguna bofetada, pisadas, alguien desafinando una canción, un móvil que no para de sonar. Rebeca abre los ojos asustada, sudando y sin moverse, cree que está en una pesadilla. La habitación parece una tienda el primer día de rebajas, pero nadie se acerca a la cama. Los seres se mueven por la habitación, chocan, se abrazan, se pelean, tropiezan. El ruido es cada vez mayor, igual que la cama, que parece que va a estallar en llamas.
Ismael sigue dormido, al parecer. Aunque Rebeca nota que no se mueve ni para respirar. Empieza a darle codazos por debajo de la sábana, sin moverse demasiado, para que los personajes de la habitación no se distraigan y vayan a por ella. No reacciona. Rebeca quiere llorar, el viento que entra por la ventana los destapa, sin inmutar a los seres.
La puerta se abre inesperadamente y un empleado del hotel, de uniforme, de mantenimiento parece, empieza a hacer aspavientos con los brazos de forma muy exagerada. Una luz gris comienza a entrar por la ventana abierta y los seres empiezan a saltar por el balcón, en fila, uno detrás de otro. El empleado no dice ni una palabra, pero maldice entre dientes, sin dirigir una mirada a la cama.
La luz ya entra muy clara en la habitación cuando el empleado se va cerrando la puerta suavemente. Ismael se despierta, sin haberse enterado de nada. Rebeca está asomada a la ventana, mirando a un lado y a otro, sin creerse del todo lo ocurrido la noche anterior. ¿Qué eran esas cosas? ¿Por qué no les habían atacado?
Mientras se visten, Rebeca le cuenta todo a Ismael, que intenta tranquilizarla diciéndole que fue una mala pesadilla. Salen del hotel sin despedirse de nadie, y ya en la calle cada uno toma su camino. Ella, a sus vacaciones, y él, a su casa. Se nota incómodo, como si estuviera a punto de pillar un resfriado.
Unas sombras le siguen por la calle unos cuantos metros, y de repente siente la urgencia de volver a la habitación del hotel. O se ha olvidado algo y va a recogerlo o ya no quiere salir más de la habitación.


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